viernes, 27 de agosto de 2010

Espadas y amapolas (sobre las declaraciones de Antonio Gala).

Profesor de Derecho Civil en la Universidad de Córdoba.





Los poetas (Ash-Shuaara) es el título de la Sura 26 del Corán. En ella se habla de la tendencia natural del ser humano a despreciar la verdad cuando le perjudica. Un mal endémico que ha enfermado a todas las sociedades, en todos los tiempos y en todos los lugares. Los poetas a los que alude la Sura 26 son Moisés, Noé, Abraham y otros profetas comunes a las tres religiones del Libro que comparten la misma raíz, el mismo tronco, y se distancian en las ramas. Algunas podridas. Muchas. Pero no todas. La religión no tiene la culpa de lo que hacen algunos de sus fieles. Los cristianos no tienen la culpa de que algunos curas sean pederastas. Los judíos no tienen la culpa de que algunos israelíes masacren a palestinos. Ni los musulmanes tienen la culpa de que algunos terroristas se hilvanen bombas en el pecho. Por eso se ha equivocado Antonio Gala. En el fondo y en la forma. Algún día no tendremos que defendernos del Islam, como expresó a la ligera, pero quizá sí de algunos islamistas que desconocen la historia de Andalucía tanto como la ignoran los propios andaluces. Igual que tendremos que defendernos desde ya de quienes aventan el miedo a los turbantes para alimentar el españolismo de la Una, Grande y Libre que jamás lo fue en ninguno de sus tres epítetos.

Tras la desaparición política de Al Ándalus, al nacional-catolicismo español y al panarabismo-islamista no español interesaron por igual el mito de una conquista extranjera de la península ibérica, y su colonización por extraños durante más de ocho siglos. Y unos utilizan esta teoría absurda e insostenible para justificar la “Reconquista”, y otros para enarbolar la bandera de la recuperación del paraíso perdido. Pero ni los unos reconquistaron lo que nunca perdieron, ni los otros perdieron lo que nunca conquistaron. Al Ándalus es un componente más de la historia de Andalucía, España y de Europa. Y los andalusíes eran hispanos y europeos. Muchos andaluces, pero también extremeños, valencianos, portugueses, aragoneses o catalanes. No eran árabes, aunque sus nombres se escriban en árabe. Y mal que les pese a quienes todavía custodian con alzacuellos aquella versión sectaria de la historia, en Al Ándalus coexistieron musulmanes, judíos, cristianos, ateos y paganos. La misma coexistencia que desapareció por la fuerza con el destierro de sefardíes y moriscos (más hispanos que sus represores), y con la posterior persecución inquisitorial de la diferencia.

Esta verdad me convierte en un poeta para los integristas excluyentes de uno y otro bando. Sin embargo, no estoy solo. Somos muchos los poetas alistados en la milicia utópica del abrazo. Una inmensa minoría. Cada vez más invisible. Y ahí es donde radica el verdadero peligro del que hablaba Antonio Gala: la invasión de los espacios públicos de opinión por los ciegos que se niegan a ver. Los que niegan la pluralidad política, linguística, cultural y religiosa dentro de España. Y los que piden la reconquista de Al Ándalus para el Islam. Los dos mienten. Pero cada vez son más. Gritan. Se retroalimentan. Y asustan. Nada nuevo bajo el sol. Nada que no explique la Sura de Los poetas. Noé advirtió del diluvio y no le creyeron. El pueblo adoró a los ídolos y no al Dios de Abraham. El pueblo salvó a Barrabás y condenó a Jesús… Y hace poco votó mayoritariamente a los que prometían pleno empleo o negaban la misma existencia de la crisis del capitalismo. Todos los que decían la verdad jamás fueron creídos por el pueblo hasta después de muertos. El mismo pueblo que canta esta poética sevillana: “Como tú y yo lo vemos no es de la misma forma. Tú piensas en espadas y yo en amapolas”.


*Artículo publicado en Paralelo36.

Mujeres de maíz. Un artículo de Esther Vivas.

Cabeza de lista a las elecciones al Parlamento europeo del 2009.


En los países del Sur, las mujeres son las principales productoras de comida, las encargadas de trabajar la tierra, mantener las semillas, recolectar los frutos, conseguir agua…… Entre un 60 y un 80% de la producción de alimentos en estos países recae en las mujeres, un 50% a nivel mundial. Éstas son las principales productoras de cultivos básicos como el arroz, el trigo y el maíz, que alimentan a las poblaciones más empobrecidas del Sur global. Pero a pesar de su papel clave en la agricultura y en la alimentación, ellas son, junto a los niños y niñas, las más afectadas por el hambre.

Las mujeres campesinas se han responsabilizado, durante siglos, de las tareas domésticas, del cuidado de las personas, de la alimentación de sus familias, del cultivo para el auto-consumo y la comercialización de algunos excedentes de sus huertas, cargando con el trabajo reproductivo, productivo y comunitario, y ocupando una esfera privada e invisible. En cambio, las principales transacciones económicas agrícolas han estado, tradicionalmente, llevadas a cabo por los hombres, en las ferias, con la compra y venta de animales, la comercialización de grandes cantidades de cereales… ocupando la esfera pública campesina.

Esta división de roles asigna a las mujeres el cuidado de la casa, de la salud, de la educación y de sus familias y otorga a los hombres el manejo de la tierra y de la maquinaria, en definitiva de la “técnica”, y mantiene intactos los papeles asignados como masculinos y femeninos, y que durante siglos, y aún hoy, perduran en nuestras sociedades

Sin embargo, en muchas regiones del Sur global, en América Latina, África subsahariana y sur de Asia, existe una notable “feminización” del trabajo agrícola asalariado. Entre 1994 y 2000, las mujeres ocuparon un 83% de los nuevos empleos en el sector de la exportación agrícola no tradicional. Pero esta dinámica va acompañada de una marcada división de género: en las plantaciones las mujeres realizan las tareas no cualificadas, como la recogida y el empaquetado, mientras que los hombres llevan a cabo la cosecha y la plantación.

Esta incorporación de la mujer al ámbito laboral remunerado implica una doble carga de trabajo para las mujeres, quienes siguen llevando a cabo el cuidado de sus familiares a la vez que trabajan para obtener ingresos, mayoritariamente, en empleos precarios. Éstas cuentan con unas condiciones laborales peores que las de sus compañeros recibiendo una remuneración económica inferior por las mismas tareas y teniendo que trabajar más tiempo para percibir los mismos ingresos

Otra dificultad es el acceso a la tierra. En varios países del Sur, las leyes les prohíben este derecho y en aquellos donde legalmente lo tienen las tradiciones y las prácticas les impiden disponer de ellas. Pero esta problemática no sólo se da en el Sur global. En Europa, muchas campesinas no tienen reconocidos sus derechos, ya que a pesar de trabajar en las explotaciones, igual que sus compañeros, la titularidad de la finca, el pago de la seguridad social, etc. lo tienen, habitualmente, los hombres. En consecuencia, las mujeres, llegada la hora de la jubilación, no cuentan con pensión alguna, no tienen derechos a ayudas, cuotas, etc.

El hundimiento del campo en los países del Sur y la intensificación de la migración hacia las ciudades ha provocado un proceso de “descampesinización”. Las mujeres son un componente esencial de estos flujos migratorios, nacionales e internacionales, que provocan la desarticulación y el abandono de las familias, de la tierra y de los procesos de producción, a la vez que aumentan la carga familiar y comunitaria de las mujeres que se quedan. En Europa, Estados Unidos, Canadá… las mujeres migrantes, acaban asumiendo trabajos que años atrás realizaban las mujeres autóctonas, reproduciendo una espiral de opresión, carga e invisibilización de los cuidados y externalizando sus costes sociales y económicos a las comunidades de origen de las mujeres migrantes.

La incapacidad para resolver la actual crisis de los cuidados en los países occidentales, fruto de la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, el envejecimiento de la población y la nula respuesta por parte del Estado a estas necesidades, conlleva la importación masiva de mano de obra femenina de los países del Sur global, destinada al trabajo doméstico y de cuidado remunerado.

Frente a este modelo agrícola neoliberal, intensivo e insostenible, que se ha demostrado totalmente incapaz de satisfacer las necesidades alimentarias de las personas y el respeto a la naturaleza, y que es especialmente virulento con las mujeres, se plantea el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Se trata de recuperar nuestro derecho a decidir sobre qué, cómo y dónde se produce aquello que comemos; que la tierra, el agua, las semillas estén en manos de las y los campesinos; de combatir el monopolio a lo largo de la cadena agroalimentaria.
Y es necesario que esta soberanía alimentaria sea profundamente feminista e internacionalista, ya que su consecución sólo será posible a partir de la plena igualdad entre hombres y mujeres y el libre acceso a los medios de producción, distribución y consumo de alimentos, así como a partir de la solidaridad entre los pueblos, lejos de las proclamas chovinistas de “primero lo nuestro”.
Hay que reivindicar el papel de las campesinas en la producción agrícola y alimentaria y reconocer el papel de las “mujeres de maíz”, aquellas que trabajan la tierra. Hacer visible, lo invisible. Y promover alianzas entre mujeres rurales y urbanas, del Norte y del Sur. Globalizar las resistencias… en femenino.


*Artículo publicado en Público, 24/08/2010.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Un poema de C. D. Wright.


Traduzco un poema de su libro Deepstep Come Shining (Los pasos profundos que vienen brillando, por ejemplo), de 1998, que he encontrado por Internet.


*

Hay aquí suficientes signos de la ternura que falta
en el mundo. Y más aún. Todo lo que tienes que hacer es preguntar. Alguien
puede aquí alabar las virtudes de una cebolla que poner a la barbacoa,
picada, en tiras, o troceada. La hora del día en que ellos han
conocido la espina del amor.

Carolyn D. "C. D." Wright

viernes, 20 de agosto de 2010

Un poema de Göran Sonnevi.

XXXVI

También yo participo del proceso interior
de aniquilación La sociedad en la que entramos
cada vez más desintegrada, cada vez más
desaparecida Si yo entonces gene-

ralizase esto Si diese el salto a
la sociedad de la aniquilación No estamos
allí, aún no Todavía la destrucciçon externa
acontece en las periferias, no

aquí No hay alternativa alguna
Veremos este proceso mirándolo a los ojos
Incluso con ojos petrificados nos veremos

mutuamente No hay remedio
Vemos la aniquilación interior del corazón
Vemos las imágenes destruidas de nuestros cuerpos

Göran Sonnevi (1981): Suaves acordes; una voz.
Extraído de Litoral, nº 127-128-129.